A veces soy torpe y atolondrada como el día que empecé el viaje poniendo la cabeza donde había que seguir la intuición.
“Porque yo nunca había levantado un altar” digo en voz alta y me doy la absolución.
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Una brisa mágica me contagió el entusiasmo de volver sagrados los objetos simples que me venían acompañando, esas imágenes contaban una historia, los recuerdos del aire con todos mis vuelos, las aguas en las que me sumergí, la tierra que dio las flores que adornaron mis habitaciones y también los frutos convertidos en alimento.
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Un lugar de verdad, sobre la mesa del living y fuera de mis ideas. Llenito de intenciones, tantos anhelos que fueron míos y los que pertenecen al futuro.
Agradecer, invocar, pedir, ofrendar. De rodillas o en familia. Un espacio para amontonar los pensamientos rumiantes, y, sobre todo, donde apoyar todos los miedos. Encender el calor con la luz del fuego, y dejar que se cocinen solos, que entren en ebullición y se evaporen mientras yo sigo caminando, más liviana, esta vida mía.
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Fue (y sigue siendo) el primer ejercicio en la búsqueda de fertilidad desde que me di cuenta que toda mujer debería tener un “hogar refugio” al que volver cuando la casa se ponga incomoda o cuando las respuestas no tengan explicación.
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¿Dónde guardamos la intenciones cuando las queremos sacar del alma por un ratito?

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